SCHUMPETER ON THE BEACH
por Risto Mejide, publicista, escritor, cofundador de Aftershare TV
Extracto del especial Publifestival 10º Aniversario del número 347 de la prestigiosa revista El Publicista
Qué hago yo aquí. La gran pregunta que todo ser humano debe hacerse alguna vez en su vida. Como escribió Robert McKee, en toda la historia de la humanidad hemos encontrado sólo 4 posibles respuestas: la religión, la filosofía, la ciencia y el arte. Cada una de esas 4 disciplinas pretende darle un sentido a nuestra existencia, y por el camino, dejar el mundo un poquito mejor de lo que nos lo encontramos.
Y ahí es donde entra nuestra aportación. En dejar el mundo algo mejor de como nos fue dado. La única y gran misión de sacerdotes, filósofos, científicos, artistas y profesionales en general. Cada uno intentará «mejorarlo» a su manera. Pero en lo que todos y cada uno de ellos coincidirán es en que existen sólo 2 caminos para conseguirlo.
El primero consiste en construir algo bello. Es el más generalizado. Es el primero en la que se suele pensar. Y eso ocurre porque es el único que conlleva unos gramos de egoísmo. Ya desde el Renacimiento, ser «autor» de una obra implica estampar para siempre nuestra firma en ella. Si creamos algo que logra embellecer al mundo, ya sea una escultura, ya sea una nueva concepción de la naturaleza, o una forma de entender la sociedad, todo el mundo sabrá que fue nuestra, se nos atribuirá por los siglos en los siglos y las generaciones venideras hablarán de nosotros como los autores de tal o cual teoría. Qué listos somos cuando nos hacemos los eternos.
Sin embargo, existe una segunda vía para dejar el mundo mejor de lo que nos lo encontramos, y suele ser la menos transitada porque implica mucho menos reconocimiento. Es muchísimo más anónima. Y por lo tanto es muchísimo más humilde, aunque no por ello menos importante. No consiste en construir algo bello, sino en eliminar algo que no lo es. Consiste en destruir algo horroroso. Vale, en ocasiones también conllevará cierta dosis de reconocimiento. Pero curiosamente, nos vendrán a la cabeza ejemplos sobre todo científicos. Me gusta pensar que Alexander Fleming no descubrió la penicilina. Prefiero pensar que Alexander Fleming destruyó algo tan feo como las enfermedades infecciosas que acababan con nuestra vida. Igualmente, Albert Einstein no creó la teoría de la relatividad. Albert Einstein destruyó la concepción newtoniana del universo. Y no me atrevería a decir que ambas aportaciones a la humanidad hayan sido menores que la de los que han creado cosas bellas, aparte de que ambos perpetraran sus respectivos magnicidios de forma tremendamente estética.
Demasiado a menudo nos olvidamos de que el éxito más rotundo consiste en intentar acabar con algún problema de los demás. Saciar necesidades ocultas, solucionar problemas existentes, resolver dudas implanteables, ésas y no otras deberían ser las obsesiones de cualquier persona que se considere creativa. Rellenar vacíos, que decía el maestro Joaquín Lorente. Porque qué es la creatividad sino dar soluciones nuevas a problemas antiguos. Mirar donde todo el mundo mira y ver lo que nadie más ve. Eliminar. Destruir. Machacar. Erradicar.
Todo cliente es una causa. Segunda cita del gran Joaquín. Y una causa tiene siempre un enemigo. Algo contra lo que luchar. Algo que, si algún día desaparece, nos dejará sin razón de ser. Por eso, si aceptamos el proceso de destrucción creativa como la fuerza motriz del crecimiento económico, no hay campaña que no sea social, no hay empresa que no sea ONG y no hay mensaje que no sea socialmente responsable de lo que provoca.
No creo en la comunicación que trata de rellenar vacíos inexistentes. No creo en la comunicación que habla de lo guapos que somos los que la emitimos y que por lo tanto no importa a nadie. Si quiere se la hago —y se la cobro—, pero no creo en la comunicación que no tiene la vocación de mejorar el mundo. No creo en las campañas que prometen, sino en las que se comprometen. Si no quieres mejorar el mundo, no te dediques a esto. Si aún crees que el marketing nos vende lo que no queremos comprar, no te dediques a esto. Si aún crees que compramos todo lo que nos venden, vuélvete a estudiar la lección, porque no has aprendido nada. Y ya te queda poco tiempo para reaccionar.
Creo en que la gente es mucho más inteligente de lo que se atisba desde cualquier despacho. Creo que los números reflejan siempre lo que ha habido, pero jamás lo que puede llegar a haber. Creo que la predicción ha muerto a manos de una plaga de cisnes negros. Y creo que vivimos la era de prototipos digitales ingeniosos que no importan mucho a demasiada gente.
Por eso creo en el Publifestival. Por eso creo que la publicidad que no es social, simplemente, no existe. O si aún existe hoy, pronto llegará a dejar de ser. Básicamente porque cada vez nos importará menos.
Lo que no cambie para mejor este mundo, simple- mente, no sobrevivirá. Las redes sociales han convertido en transparente el suelo sobre el que pisamos y que creíamos tan sólido, cuando nos hemos dado cuenta de que en realidad era de cristal. Es momento de limpiar los sótanos de mierda y a fondo. Bendito momento para tirar de todas las mantas. Luz y taquígrafos a nivel mundial. Sobre la política, sobre la economía, sobre las finanzas, sobre la tributación, sobre los recursos humanos, sobre cualquier acción social corporativa. Antes, la vieja RSC consistía en fabricar alfombras muy caras y muy bonitas para tapar el estiércol dentro y fuera de la corporación. Era un poco el perfume de la corte de Luis XIV: una fragancia que ocultara el hedor por falta de higiene. Hoy, la comunicación que no sirva para cambiar comportamientos y comprometerse con ellos, simplemente, no será más que otro intento más de seguir maquillando al muerto. Y todo con el mismo objetivo que cualquier ONG: dejar de existir. Que deje de ser necesaria. Porque por si no nos hemos dado cuenta aún, las primeras marcas a nivel nacional —y mundial— cada vez invierten menos en publicidad tradicional. Porque la mejor comunicación no es la que te haces tú, sino la que deciden hacerte los demás. Y digo la mejor, porque siempre ha sido la más creíble y porque todo apunta a que pronto será la única.
Qué le dice Schumpeter a Popper mientras beben sendos daikiris sobre sus tumbonas.
Algún día todo esto será mentira.